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por qué es la obra más popular de Puccini


La Bohème
¿“Efectista barato”? ¿”Músico de segunda categoría”? ¿“Compositor de música ligera”? Así fue
caracterizado Giacomo Puccini (1858-1924) por algunos críticos y musicólogos de su época después de La
Bohème.
El rechazo al sentimentalismo plañidero que les despertaba el músico a los académicos demoró hasta la
década del noventa la publicación de nuevas biografías y estudios. La academia se resistía a tomarse en
serio a Puccini.
Les resultaba irritante que la última superestrella de la gran ópera italiana se definiera a sí mismo
como un “compositor de las pequeñas cosas” y se apartara de cualquier grandilocuencia.
El estilo puccininiano se mantuvo en el extremo de lo ampuloso, de los grandes personajes de la historia,
de los dioses o héroes, de conflictos altisonantes, al menos hasta Turandot.
Por el contrario, el amor y las emociones simples estuvieron en el centro de sus obras, traducidas en
melodías extraordinariamente expresivas.
“Tengo más corazón que entendimiento”, se autodescribió Puccini y sumó más reticencias a su propuesta de
llevar temáticas consideradas nimias al mundo de la ópera. Sin embargo, esa fue la gran novedad de La
Bohème: las situaciones cotidianas y aparentemente banales.
Tanto la novela Scènes de la vie de Bohème como su adaptación teatral Vie de Bohème,
ambas de Henri Murger, estaban llenas de “pequeñas cosas” sobre la vida cotidiana. Y fue lo que llamó
especialmente la atención y estimuló al autor de Madame Butterfly a escribir su cuarta ópera.
“El relato de Henri Murger me impactó como un rayo -contó el compositor a su amigo y admirador Arnaldo
Fraccaroli-. La atmósfera del círculo de artistas que describe, de esos individuos jóvenes, sin recursos y
no obstante joviales y despreocupados me hizo rememorar enseguida vivencias de mi juventud”.
Puccini es descendiente, por quinta generación, de una familia de músicos, oriunda de Lucca, que ocuparon
posiciones prestigiosas y crearon obras de consideración. Pero no lograron un bienestar material sostenido
en el tiempo.
El compositor pasó toda clase de privaciones cuando era estudiante en el Conservatorio de Milán en 1880.
Tenía veinte años, vivía en una buhardilla que compartía con Pietro Mascagni (años después se convertiría
en el célebre autor de Cavalleria Rusticana) y como tenían prohibido cocinar, tocaban el piano lo
más fuerte que podían para disimular los sonidos de sus ollas y platos.
En una oportunidad, Puccini empeñó su abrigo para poder tener suficiente dinero e invitar a una joven
bailarina, como hace el personaje de Colline en el Acto IV de La Bohème.
Las penurias económicas se atenuaron cuando el músico alcanzó su primer gran éxito con Manon
Lescaut, su
tercera ópera, y a partir de ahí la vida bohemia de su juventud se convirtió en un hermoso y nostálgico
recuerdo que terminó retratado en La Bohème.

Parte de esa nostalgia se proyectó también en la fundación, por parte de Puccini y sus compinches, de un
club al que llamaron igual que la ópera, con unos estatutos muy particulares dictadas por sus fundadores:
“Los miembros se visten para beber bien y comer mejor… No se admitirán gruñones, pedantes, estómagos
débiles, tontos y puritanos. El Tesorero está facultado para fugarse con lo debido. El Presidente debe
obstaculizar al Tesorero el cobro de la cuota mensual. Está prohibido jugar a las cartas honestamente, el
silencio está estrictamente prohibido y la astucia está permitida sólo en casos excepcionales. La
iluminación del salón del club será por medio de una lámpara de aceite. En caso de escasez de aceite, será
reemplazado por el ingenio brillante de los miembros”.

Puccini era un hombre de una gran bonhomía, pero podía eclipsarse cuando tenía que tratar con
libretistas, con los que tuvo sentimientos encontrados. En una oportunidad declaró: “Los redactores de
textos fueron siempre las personas a las que traté con más crueldad. A veces los amaba,
para odiarlos luego con el mismo ardor. Ciertamente, si fuera un sinfónico, podría sentirme independiente,
libre, feliz, pero como compositor de ópera uno depende siempre de las ideas de los otros”.

El culto y benévolo editor Giulio Ricordi tuvo que mediar más de una vez entre el compositor y sus
libretistas, y fue él mismo responsable de reunir uno de los mejores equipos: Luigi Illica y Giuseppe
Giacosa. Ambos escribieron no sólo el libreto de La Bohème, también Manon Lescaut,
Madama Butterfly y Tosca. Después de presenciar el estreno de Manon Lescaut en
Turín, Puccini fue a ver a Illica para contarle la idea sobre La Bohème. El dramaturgo se
entusiasmó, pero se topó con los reparos de Ricordi, que sugirió sumar a Giacosa, poeta más maduro y con
más manejo formal.

Los encuentros de trabajo entre los libretistas y el compositor no fueron nada fáciles. Algunos fueron
tan encendidos que estuvieron cerca del intercambio de puños. En una oportunidad, Illica
instó a Puccini a batirse a duelo. Pero después de las disputas más calientes también hubo lágrimas y
abrazos. Puccini se defendía argumentando que el tema le interesaba tanto que no podía menos que
involucrarse de lleno con el libreto, no quería una simple dramatización de una novela, por eso explicaba
con minuciosidad cada detalle de lo que quería a Illica y Giocosa.

“Para que el canto despierte en mí, necesito escenas y sensaciones que hablen al corazón”, decía el
músico, al que la escena y la música se le presentaban amalgamados.
Pero los argumentos del compositor no eran suficientes para que sus libretistas no perdieran la paciencia.
“Debo confesarle -escribió Giocosa a Ricordi- que estoy harto de este eterno modificar, corregir, ampliar,
abreviar, omitir, volver a introducir, poner a la derecha lo que se cortó de la izquierda. ¡Oh, ese
libreto! Ya lo he reformado tres veces de cabo a rabo, más aún, algunos fragmentos se rehicieron hasta
cuatro y cinco veces…”.

Entre las modificaciones y las reinvenciones, el proceso fue muy arduo para todos. Muchas cosas se
cambiaron de la novela por pedido de Puccini.
En la obra de Murger, por ejemplo, no es Mimí la que tiene tuberculosis, sino Francine, que no aparece en
la ópera; y la muerte de Mimí en la buhardilla no está en la novela.
Toda la escena de ese cuarto y último acto, el que generó más incidentes, fue ideada por el compositor.
“Pasaron más de dos años hasta que por fin tuve el texto definitivo terminado en mi poder, con todas sus
escenas y versos definitivos. Pero resultó un libreto que se puede calificar de verdadera joya”, recordó
Puccini.


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